Cuando llega el verano, llega el calor y, también, mi hijo, y con él nuestros viajes por la comarca de acá para allá consumiendo días largos de luz y nostalgias. Y gasolina. A sus cinco años, el cansancio aparece imperturbable apenas arrancamos tras dejarlo instalado con esfuerzo torpe en su silla trasera, entre mis sudores y lamentos callados por la aparatosidad con que manejo semiagachado el mecanismo del cinturón y mi impaciencia ante la canícula. Pongo el aire acondicionado, intento relajarme, conduzco y observo por el retrovisor sus cabezadas con indisimulable ternura. Pero hay que repostar.