Hace unos días, el diario El País contaba que acababa de publicarse Las calles siniestras. Antología del eterno paseante (La Felguera), un libro con artículos de flanêur que Pio Baroja dedicó a sus paseos por barrios castizos y humildes de Madrid. Lo hacía extractando una afirmación del escritor vasco de 1935: “El provinciano inteligente comprende que en Madrid no le va a pasar nada más interesante que en su pueblo. Únicamente encontrará más barullo en las calles. En lo demás no verá diferencia; la misma gente, la misma radio, el mismo cine; casi todo igual”. Hace casi un siglo de esto, y pese al problema de la España vacía o vaciada, el desarrollo de muchas provincias y capitales medias confirma la opinión de don Pío. Ciudades como Málaga –de donde soy yo–, Pontevedra, Cáceres, Cartagena o Cádiz tienen hoy casi todas las ventajas de Madrid, sin la gran mayoría de sus inconvenientes cotidianos. Desde el nivel de precios de la vivienda o la contaminación y la suciedad, hasta la aglomeración en bares y terrazas, pasando por las horas de desplazamiento al trabajo y, sobre todo, el tráfico.