Recupero aquí mis notas sobre La tumba de Lenin. Los últimos días del Imperio Soviético, de David Remnick, que la editorial Debate vuelve a publicar.

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Había leído en las últimas semanas varias reseñas sobre el clásico del historiador polacoestadounidense Richard Pipes La revolución rusa, que ha vuelto a publicar Debate. Antes de abordarlo, releí La tumba de Lenin. ‘Los últimos días del imperio soviético’, también en Debate, del actual director de The New Yorker David Remnick, que fue corresponsal del Washington Post en Moscú entre 1988 y 1992. El libro mereció el Pulitzer en 1994, y, dadas las noticias permanentes sobre Putin y Rusia en relación con la nueva Administración americana, decidí comenzar por ahí las “lecturas rusas”.

En las páginas finales del libro de Remnick, las más elegíacas aunque no las más trágicas, el periodista relata el país de mafiosos y nuevos ricos en que se había convertido Rusia tras el rapidísimo cambio de una economía centralizada a una totalmente liberalizada y desregulada. El caso se había apoderado de una sociedad que, como tantas veces se dice de los regímenes comunistas, pese a carecer de las mínimas libertades, tenía un suelo social sin el que muchos se sintieron caer en el abismo.

El crimen organizado ocupó el papel del Estado, la inseguridad (física, social, laboral) y la sensación de derrota y humillación crecieron entre los rusos de toda condición. A través de sus testimonios, Remnick no parecía albergar dudas sobre lo que los rusos querían tras la experiencia nefasta para ellos de Boris Yeltsin: un sistema que, guardando ciertas apariencias democráticas, funcionara de facto como un régimen autoritario que devolviera la autoestima y la seguridad a los rusos. Un caudillo, finalmente, o algo que se le parece demasiado. No hay duda de que Vladimir Putin supo y sabe captar el volkgeist ruso. No hay que olvidar que Putin afirmó que la caída de la URSS fue “la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”, aunque las interpretaciones del sentido final de la afirmación varían.

En La tumba de Lenin, Remnick no reúne sus despachos con The Washington Post, sino que elabora un libro propio (que escribió ya de vuelta en EE.UU.), y para el que se valió de sus años como corresponsal. Se da cuenta aquí de los principales sucesos que jalonaron su estancia en Moscú: los vaivenes de la Perestroika y la Glasnost, la pugna entre conservadores y reformistas, las inseguridades de Gorbachov y su entorno inmediato, las negociaciones sobre reducción de los arsenales atómicos con Estados Unidos, el golpe de Estado de agosto de 1991 y la reclusión del presidente de la URSS en Crimea, el ascenso de Yeltsin, el desmoronamiento final en la Navidad el mismo año…

En definitiva, Remnick escribe una crónica política del final de la Guerra Fría. Pero no sólo, pues Remnick recorrió el país para visitar fábricas, minas, estepas y campos petrolíferos; se entrevistó con sufridos trabajadores, con comisarios del pueblo poco convencidos a esas alturas del declive, con caudillos regionales centroasiáticos que siguieron en el poder tras la implosión del experimento soviético. Todo ello, claro, con el KGB respirándole en la nuca a cada paso que daba, o directamente prohibiéndole hacer su trabajo. Además, hace constantes alusiones al pasado, a la historia de Rusia y la URSS, a sus líderes, unos más reformistas, otros más reaccionarios. Impagables son los relatos de las luchas internas del Politburó y los perfiles biográficos de Leonid Brezhnev o Yuri Andropov.

Hay dos pasajes especialmente reveladores cuya lectura (como en general todo el libro) son importantes para entender hoy un país que es percibido como una amenaza creciente:

  • El primer capítulo, en el que Remnick teoriza sobre lo que él llama ‘El derecho a la memoria’. Para el autor, fue la concesión de este derecho a través de la Glasnost la que consiguió que los propios pueblos soviéticos se espantaran de un sistema al que se sintieron incapaces de perdonar. Lo que Gorbachov veía como excesos de un sistema válido, los ciudadanos lo tomaron como la esencial maligna del mismo. Escribe Remnick: “El Partido Comunista estaba comenzando a perder el control de la historia, y un partido que no puede estar seguro de su dominio sobre el pasado debe inquietarse acerca de su futuro”.
  • El relato del golpe de Estado que la facción más conservadora del Politburó de agosto de 1991. Entre otros, estaban implicados el ministro del Interior, Boris Pugo, y el vicepresidente, Gennadi Yánayev; el primero acabaría suicidándose tras la intentona, y el segundo se convertiría en el hazmerreir de la URSS con sus indisimulables nerviosismo y ebriedad en la rueda de prensa del anuncio del nuevo Comité para el Estado de Excepción que daba carta de naturaleza al golpe. Gorbachov se había deshecho de sus colaboradores más liberales, entre quienes destacaba el ministro de Exteriores Eduard Shevardnadze, que anunció su dimisión en público, ante el presidente, a quien advertía del inminente golpe. Gorbachov no quiso escuchar, o no pudo pararlo. En cualquier caso, no dio la importancia que merecían a los informes y a los consejos sobre la inminencia de la intentona.

Por muchas más razones, este es un libro histórico (que no sólo de historia), una crónica fundamental para entender la geopolítica actual, desde la posición de Rusia en el conflicto sirio hasta los rumores sobre su infiltración entre los altos cargos de la Administración Trump. Publicado en 1993 y merecedor del Pulitzer al año siguiente, este libro es de lectura preceptiva (y entretenida) para todos los interesados en la historia contemporánea en general, y, como ya se ha dicho, para aquellos que miran (miramos) con recelo la política exterior rusa, y con cierta incomprensión o incredulidad las respuestas del presidente Trump. Y, también, para los que sencillamente quieran meterse en un libro y no poder salir de él.

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