En uno de los finales más bellos del cine y la literatura, el protagonista de Dublineses se asoma a una ventana, mira la nieve caer en la noche y reflexiona. Su mujer, con la que lleva décadas conviviendo, le acaba de confesar entre llantos que una melodía le ha recordado hasta conmoverla un amor de juventud que murió porque no sabía estar sin ella. “Qué pequeño papel he representado en tu vida”, nos dice la voz en off del marido al comienzo del monólogo. Asume, en un instante de lucidez amarga, la dimensión secundaria de su existencia para ella.