El final de la aventura es, más que un diagnóstico, una conjura contra un rumbo equivocado. Una elegía a toda una época de la humanidad. A un tiempo de figuras como Magallanes, Mendel o Semmelweis. Aventureros que con solo el ingenio y la observación descubrieron una parcela del mundo que permanecía ignota. Una época superada por la aceleración del conocimiento. Por el monopolio que algunas empresas tienen de proyectos como la exploración espacial. Por un abismo que divide a una élite rica y muy bien formada del resto. Una clase de usuarios-observadores que juega al Candy Crush y ve Netflix compulsivamente mientras sufre la precariedad en el trabajo. Para unos, un horizonte portentoso y tecnológico por alumbrar y para otros, la repetitiva rutina del hámster y su rueda.